Fast fashion en Argentina: ¿enemigo de la industria nacional o síntoma de algo más grande?


El fast fashion ya no es solo un hashtag polémico en TikTok ni el monstruo global que se esconde detrás de Shein, Temu o Zara. En Argentina, donde el contexto económico es todo menos amable, la discusión es más incómoda: ¿Cómo pedimos “consumo consciente” cuando la mayoría apenas llega a fin de mes?

En 2025 el país vivió un récord histórico en importación de prendas de vestir. Un crecimiento del 136 % en los primeros cinco meses del año, con un gasto de más de 1.500 millones de dolares en indumentaria importada. En términos simples: nunca entró tanta ropa extranjera, nunca tan rápido, nunca tan barato. El resultado: las marcas locales ven cómo su espacio se achica y los talleres nacionales luchan por sobrevivir.

El problema no es menor. Producir en Argentina significa enfrentarse a costos altísimos, falta de insumos, inflación y un sistema que encarece hasta el botón más insignificante. ¿Cómo compite una remera hecha en Flores o Avellaneda contra un top de Shein que cuesta lo mismo que un café?

El espejismo de lo barato

La expansión de gigantes globales como Shein y Temu en el país parece una tentación imposible de esquivar. Precios bajísimos, novedades nuevas cada semana y la sensación de que podes vestirte “como viste internet” sin vender un riñón. Pero seamos honestos: ¿existe el fast fashion en Argentina de la misma manera que en el primer mundo?
No.

La mayoría de los argentinos no llenan el carrito virtual en estas plataformas todos los días. El consumo está mucho más arraigado en la clase media, que se debate entre dos realidades: querer pertenecer a un universo global de tendencias y, al mismo tiempo, convivir con un país donde millones están bajo la línea de pobreza.

En este contexto, un vestido de 5 mil pesos que te dura un año entero deja de ser un capricho y se convierte en un salvavidas. Porque acá no es lo mismo comprar algo barato para “usar dos veces y descartar” que en países donde el fast fashion funciona como accesorio descartable de un guardarropa XXL. En Argentina, muchas veces esa prenda low cost se exprime hasta el final.

La identidad en juego

El consumo es identidad, sobre todo en la era de las redes sociales. Lo que mostramos en Instagram, lo que llevamos puesto en una story, lo que exhibimos en TikTok, se convierte en una carta de presentación. Pero cuando la identidad depende de lo que podés consumir —y tus opciones son limitadas—, la pregunta pica: ¿Cuál es nuestra verdadera identidad?

Comprar industria nacional debería ser lo ideal. Apoyar diseñadores, talleres, marcas chicas, es apostar por una economía que genera empleo y preserva oficios. Pero seamos ácidas y realistas: ¿Quién paga hoy un pantalón nacional a 80 mil pesos con un rango de talles ridículamente acotado?

El dilema que incomoda

El fast fashion es un problema, sí. Perjudica a la industria local, inunda el mercado, precariza la producción global y nos vende la idea de que la moda es desechable. Pero el consumo consciente no puede transformarse en un lujo de clase media-alta.

A quien vive con un sueldo por debajo del mínimo, pedirle “consumí slow fashion” suena a burla. Esa persona necesita vestirse, abrigarse, resolver el día a día y —si puede— darse el gusto de “mostrar” algo en redes sin que eso implique dejar de poner comida en la mesa.

La salida está en un punto medio: exigir políticas que protejan a la industria nacional sin criminalizar al consumidor. Diferenciar entre quien compra compulsivamente haul tras haul y quien encuentra en una prenda barata una solución a su realidad. Y sobre todo, empezar a pensar la moda no solo como consumo, sino como identidad, trabajo y cultura.

Porque, al final, la pregunta no es si el fast fashion existe en Argentina. La verdadera pregunta es: ¿Cómo vamos a vestirnos en un país donde la ropa, en la mayoría de los casos, ya no es moda, sino supervivencia?

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